Yo soy esa persona que siempre derrama vasos en la mesa, la que se mancha la blusa con pasta de dientes, y la que se golpea con la misma esquina de la cama tres de siete días de la semana.

Soy torpe. Lo más de lo más.

Entre mis especialidades también están olvidar las llaves de la casa, perder la credencial del trabajo (y las provisionales), exceder el tiempo o colocar al revés el papelito del parquímetro, chocar con los marcos de las puertas, chocar, romper las pantallas de computadoras y teléfonos, romper cualquier cosa, confundir horas, fechas y nombres. Cagarla, en general.

Por ejemplo, hasta hace poco supe que no todo el mundo se descalabra al menos una vez en su vida. Parece que tropezarse a los tres años con unos cascos de vidrio de Coca Cola y abrirse la cabeza no es la norma. Qué chafa.

Nunca hablé al respecto con mi terapeuta, pero creo que disfruto ser así. Digo, la paso mal un rato. Están esos segundos que dura el dolorcito de un machucón, o el tiempo que transcurre en la fila del banco para pagar multas, o la monserga de cambiarse cada vez que cae algo en mi ropa.

Por lo demás, no puedo de risa. Me divierto muchísimo contándo mis últimas cagadas a mi mamá o a mis amigos. Ellos también se ríen. Pienso que tendría muy poco que tuitear, si fuera tan cuidadosa y perfecta como me imploró tanto mi papá.

Y lo más importante de todo: estoy convencida de que no vería tan buenas las cosas buenas que me pasan después de las cosas malas que me pasan. Como este año, cuando anunciaron que perdonarían a los idiotas que olvidamos pagar la tenencia del año pasado o como cuando la segunda o tercera blusa que me cambio me queda aún mejor que la opción que originalmente elegí.

Tal vez es que ya me acostumbré. Lo cierto es que me da un poquito de miedo que un día no suceda algo bueno o mi error carezca de remedio.

En fin. Paguen su tenencia. O no y disfruten la benevolencia del sistema.

Vengo luego.

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